miércoles, 29 de agosto de 2012

EL EFECTISTA. Parte 3.

El hombre solitario. 

Pasaron varias semanas, y la calle Farol se iba a dormir cada vez más temprano. Eso no incluía a la señora Gómez y al señor Morales, quienes continuaban con cinismo sus amoríos, a pesar de los múltiples episodios de furia del señor Gómez. Éste aprovechaba cualquier ocasión para golpearlos o vociferar, y en la última incluso se había roto la mano contra una pared. Así que cuando su esposa y Morales amanecieron muertos de manera idéntica a Martina, cerca de la cochera de la aterrada señora Conway, arrestaron a Gómez sin la menor contemplación.

La investigación policíaca fue deficiente a un grado casi irracional, ya que era muy poco probable que el pequeño Gómez hubiera abatido a dos personas a mordiscos, con una mano rota y cayéndose de borracho. La fiscalía también le imputó el caso de Martina, más que nada porque no tenían idea de cómo resolverlo. Pero, después de que el único argumento en defensa del señor Gómez, cuyo continuo estado etílico le impedía recordar nada sobre ninguna de las dos tragedias, fue el titular de un periódico amarillista que decía: "El Regreso del Chupacabras", pudieron declararlo culpable.

Una vez en la cárcel, Gómez recordó que la doñita gringa tenía varios dispositivos de seguridad con el pretexto de proteger su casa y su jardín de posibles intrusos. Uno de ellos había sido un enorme doberman del que se tendría que deshacer más tarde porque ladraba de día y de noche. No obstante, el desesperado señor Gómez presentó una apelación arguyendo que tal vez el asesino había sido aquel perro, o quizá la mascota de Memo y Tati. 

No fue difícil descartar como agresor al raquítico poodle con cáncer de piel que Lorna presentó. A su vez, la señora Conway demostró no tener ningún animal dentro de su casa desde hacía mucho tiempo, exceptuando un par de peces. Desestimaron la sospecha sobre ella, hasta que Memo se acercó demasiado a su invernadero y sufrió quemaduras leves al recibir descargas eléctricas de una cerca. Con una orden de cateo, descubrieron que la señora Conway tenía un sistema de seguridad excesivo, y que muchos de los ruidos horribles que se oían en la noche, incluyendo los insectos que reptaban, provenían de sus  máquinas, pero nada que pudiera causar tanto daño a una persona.

No obstante, aunque el único crimen de Conway era el de ser una paranoica obsesiva, el pueblo no tardó en demostrar su tajante rechazo hacia la pobre mujer, que terminó sufriendo un infarto de la angustia. Su hija Shirley fue por ella, para llevarla de vuelta a Wisconsin. Cuando empacaba las pertenencias de su madre, la misma Shirley tuvo problemas con un cerrojo e hizo sonar dos alarmas. Cuando salió, Lorna la esperaba en la calle, furiosa por lo que le había pasado a su hijito, y en espera de que pagaran los "gastos médicos" (si así se le podía considerar a una pomada que ya tenía en el botiquín). Lorna y Shirley terminaron haciéndose de palabras, aunque ninguna entendía nada de lo que la otra decía. Así fue mejor, porque de haber sabido los insultos que se declaraban mutuamente, habría una desgracia más que añadir a la lista. 

Al correr del tiempo, desde luego, nadie quería ocupar las casas vacías, por lo que se convertían poco a poco en cuatro tumbas desoladoras, repletas de graffiti y hierba. Lorna y su familia decidieron mudarse. Ella y su pareja les aconsejaron a José y Flora que hicieran lo mismo, o se quedarían solos en esa calle siniestra, que apenas hacía unos meses era tan acogedora. Con todo, ellos se quedaron. 

Esa madrugada, Olimpia volvió a tocar a la puerta de José y Flora, y dio a luz a un enorme y espantoso bebé de chatarra allí mismo, provocando en ambos un brote psicótico. A raíz de esto pasaron varios meses internados en el hospital psiquiátrico y luego en un centro de rehabilitación.  

Pocos días después de que los padres de José y Flora se los llevaran en una ambulancia, Tati dio un último vistazo al lugar donde había pasado toda su infancia, antes de irse a vivir a Guadalajara y no volver nunca. Al final de la calle, distinguió a un hombre sombrío, con la barba crecida hasta la mitad del pecho, que los observaba incólume. Cuando el auto se puso en marcha, aquel individuo que nunca antes había visto se quedó completamente solo en el  decadente paraje, sonriendo de oreja a oreja, con un brillo malicioso en sus pequeños ojos de zorro.

CONTINUARÁ...

Vanessa Guízar Marín, 2012


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