Era una idea primitiva la del
señor Pichardo, que provenía de su crianza en un pueblo tradicional, que eso de
creer en otras religiones que no fuera la católica no era cosa buena. Tras
intentar convencer a su hijo menor de no seguir con la locura del hinduismo, lo
asaltaron evocaciones de su madre tras la vidriera de la Iglesia gótica, orgullo
de su pueblo, rezando con fervor durante horas. Ese recuerdo le desencadenaba otros,
y casi podía escucharla silbar frente al comal mientras echaba tortilla. Ah,
qué buenas eran las tortillas a mano de su mamacita… Para cuando recuperaba el
hilo de la conversación, a su hijo ya se le había ocurrido un pretexto para zafarse.
Cómo iba a pensar en aquel entonces el señor Pichardo la ironía de la tarea cósmica
que le tocaría efectuar. Fue después de que su diabetes le cobró la factura final,
y falleció rodeado de sus hijos y nietos, en que, mientras avanzaba a través del
caleidoscopio blanco de los tiempos y el espacio, una voz sin palabras le
indicó que su tarea era la de “viandante de la metempsicosis”. Nadie le explicó,
pero de pronto el señor Pichardo, que ya no era el señor Pichardo, lo entendió
todo: tanto religiosos como ateos tenían la razón y cualquier cosa imaginable e
inconcebible existía y no existía a la vez. Eso cavilaba cuando fue conducido a
la primera prueba, la del pez. Se topó con un color rojo crepuscular que
asomaba cálido a través de las aguas y sintió una enorme satisfacción recorrer
sus escamas. El plancton estaba delicioso y le encantaba nadar rápidamente. Si le
ocurría alguna cosa desagradable, la olvidaba en poco tiempo. Fue comido por un
tiburón, y no se puede negar que fue una muerte dolorosa, pero tampoco había
sido lo máximo morir con ambas piernas amputadas y rodeado de aparatos en un
hospital, así que le dio a su primera experiencia de reencarnación el nivel uno,
que significaba que era una vida lo suficientemente placentera para que un alma
libre de karma transmigrara en ella. Su siguiente prueba fue un perro maltés
del siglo XIX. Su dueña era una señora ricachona que lo trataba como bebé. Esto
no le gustaba, porque él lo que quería era correr y retozar en piso, pero la
señora tomaba muchísimas siestas, y en ese tiempo se podía retorcer en la
alfombra y quitarse todas esas porquerías duras tan incómodas que ella llamaba
diamantes. Qué enorme gozo el de esas horas, casi tanto como el de comer. La señora
fue a una convención en esos días, y a una de ellas vino un hombre desconocido
que cargaba una enorme caja rarísima, a la que él se refirió como kinetoscopio.
Explicó que adentro corría un bucle continuo de imágenes, que podía verse a través
de un cristal magnificador y bla bla bla. Su ama permitió al perro maltés asomarse
a través del visor, y sobre sus ojos desorbitados corrió una secuencia de
imágenes que no pudo creer. Estuvo pensando mientras roía todos los cojines y
butacas del salón que había sido muy afortunado en conocer ese invento
mágico. Murió de viejo, en medio de una absoluta ceguera, que en su mente
compensaba volviendo a ver aquel caballo efectuando un salto a través de los
fotogramas. Le otorgó sin dudar un nivel uno a su experiencia. Estuvo a punto de
darles calificaciones menos halagüeñas a una bruja condenada por la Santa Inquisición,
al anquilosado maestro de Universidad que hacía sufrir a sus alumnos, o al
burro de carga al que se le rompió la cadera y lo siguieron forzando a andar, pero
se dio cuenta de que las desgracias y el vacío eran una ínfima parte, porque la
sabiduría y los placeres mundanos que disfrutó la supuesta bruja durante los
cuarenta años que vivió antes de su pesadilla, lo inocente y divertido que fue
en la adolescencia el profesor, y el campo en el que nació el burro se merecían
el nivel uno con mucho. Incluso en su estadio como cucaracha se la pasó muy
bien en su cloaca, aunque recordaba con desagrado el chasquido que alcanzó a
escuchar en su momento final, cuando una señora lo aplastó con una chancleta. Estaba
listo para tornarse en lo que fuera necesario para la siguiente prueba, pero
entonces supo que ya había logrado pasar al siguiente plano, gracias a que entendió que
la vida siempre es deleite y aprendizaje, y que de ninguna manera la aventura
de existir es un castigo.
Desde entonces, lo único que le corresponde hacer es gravitar en la inexistencia, que también es
deliciosa, por algo le llaman Paraíso.
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