miércoles, 31 de octubre de 2012

EL VIANDANTE DE LA METEMPSICOSIS

Era una idea primitiva la del señor Pichardo, que provenía de su crianza en un pueblo tradicional, que eso de creer en otras religiones que no fuera la católica no era cosa buena. Tras intentar convencer a su hijo menor de no seguir con la locura del hinduismo, lo asaltaron evocaciones de su madre tras la vidriera de la Iglesia gótica, orgullo de su pueblo, rezando con fervor durante horas. Ese recuerdo le desencadenaba otros, y casi podía escucharla silbar frente al comal mientras echaba tortilla. Ah, qué buenas eran las tortillas a mano de su mamacita… Para cuando recuperaba el hilo de la conversación, a su hijo ya se le había ocurrido un pretexto para zafarse. Cómo iba a pensar en aquel entonces el señor Pichardo la ironía de la tarea cósmica que le tocaría efectuar. Fue después de que su diabetes le cobró la factura final, y falleció rodeado de sus hijos y nietos, en que, mientras avanzaba a través del caleidoscopio blanco de los tiempos y el espacio, una voz sin palabras le indicó que su tarea era la de “viandante de la metempsicosis”. Nadie le explicó, pero de pronto el señor Pichardo, que ya no era el señor Pichardo, lo entendió todo: tanto religiosos como ateos tenían la razón y cualquier cosa imaginable e inconcebible existía y no existía a la vez. Eso cavilaba cuando fue conducido a la primera prueba, la del pez. Se topó con un color rojo crepuscular que asomaba cálido a través de las aguas y sintió una enorme satisfacción recorrer sus escamas. El plancton estaba delicioso y le encantaba nadar rápidamente. Si le ocurría alguna cosa desagradable, la olvidaba en poco tiempo. Fue comido por un tiburón, y no se puede negar que fue una muerte dolorosa, pero tampoco había sido lo máximo morir con ambas piernas amputadas y rodeado de aparatos en un hospital, así que le dio a su primera experiencia de reencarnación el nivel uno, que significaba que era una vida lo suficientemente placentera para que un alma libre de karma transmigrara en ella. Su siguiente prueba fue un perro maltés del siglo XIX. Su dueña era una señora ricachona que lo trataba como bebé. Esto no le gustaba, porque él lo que quería era correr y retozar en piso, pero la señora tomaba muchísimas siestas, y en ese tiempo se podía retorcer en la alfombra y quitarse todas esas porquerías duras tan incómodas que ella llamaba diamantes. Qué enorme gozo el de esas horas, casi tanto como el de comer. La señora fue a una convención en esos días, y a una de ellas vino un hombre desconocido que cargaba una enorme caja rarísima, a la que él se refirió como kinetoscopio. Explicó que adentro corría un bucle continuo de imágenes, que podía verse a través de un cristal magnificador y bla bla bla. Su ama permitió al perro maltés asomarse a través del visor, y sobre sus ojos desorbitados corrió una secuencia de imágenes que no pudo creer. Estuvo pensando mientras roía todos los cojines y butacas del salón que había sido muy afortunado en conocer ese invento mágico. Murió de viejo, en medio de una absoluta ceguera, que en su mente compensaba volviendo a ver aquel caballo efectuando un salto a través de los fotogramas. Le otorgó sin dudar un nivel uno a su experiencia. Estuvo a punto de darles calificaciones menos halagüeñas a una bruja condenada por la Santa Inquisición, al anquilosado maestro de Universidad que hacía sufrir a sus alumnos, o al burro de carga al que se le rompió la cadera y lo siguieron forzando a andar, pero se dio cuenta de que las desgracias y el vacío eran una ínfima parte, porque la sabiduría y los placeres mundanos que disfrutó la supuesta bruja durante los cuarenta años que vivió antes de su pesadilla, lo inocente y divertido que fue en la adolescencia el profesor, y el campo en el que nació el burro se merecían el nivel uno con mucho. Incluso en su estadio como cucaracha se la pasó muy bien en su cloaca, aunque recordaba con desagrado el chasquido que alcanzó a escuchar en su momento final, cuando una señora lo aplastó con una chancleta. Estaba listo para tornarse en lo que fuera necesario para la siguiente prueba, pero entonces supo que ya había logrado pasar al siguiente plano, gracias a que entendió que la vida siempre es deleite y aprendizaje, y que de ninguna manera la aventura de existir es un castigo. Desde entonces, lo único que le corresponde hacer es gravitar en la inexistencia, que también es deliciosa, por algo le llaman Paraíso. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario