Highway to hell: sobrevivir a un camino cotidiano.
Narraré
la experiencia de recorrer una avenida transitada en particular, con el sencillo
objetivo de comprar fruta, en mi ciudad natal, Morelia. Sospecho que aplica a
cualquier avenida comercial urbana y popular en nuestro país, e incluso me
aventuraré a decir que algo similar ocurre en otras partes del mundo. La ruta,
para que mis conciudadanos se vayan dando una idea, comprendió desde la plaza
Carrillo, para tomar Benedicto López (comúnmente conocida como Lázaro Cárdenas,
porque en algún punto efectivamente toma ese nombre), hasta el mercado Independencia,
en domingo a las dos de la tarde.
Aunque
aún no son sus horas de oficina, lo cual el ardiente sol no me permite olvidar
ni un segundo, en Carrillo ya hay un par de damas de la vida galante. Estaban
sentadas en una banca de la plaza. Una llevaba un top de piedras de colores que
seguramente adquirió en los ochenta, y su rostro curtido me inspiraba una
profunda tristeza, y la otra no era una chica, por más que se esforzaba en
parecerlo. Me dio coraje que sea tan natural rentar gente como mercancía, pero
poco duró mi soliloquio interno de indignación, porque necesitaba concentrarme en
cruzar la calle de Abasolo, donde no hay ni un semáforo, y una corre el serio peligro
de ser brutalmente arrollada por –al menos- cuatro flancos. Después de sortear
cinco camionetas estacionadas en doble fila, mientras una motocicleta se
aproxima como bólido, y casi cercenarme la pantorrilla con una defensa, consigo
llegar a la acera, sólo para toparme con un cargador que viene a toda velocidad
directo a mí con todo y costal a cuestas. A partir de aquí y hasta el final de
mi recorrido, me preguntaré a menudo si ya me morí y no me he dado cuenta, como
el personaje de Bruce Willis, porque mucha gente sigue su camino directo a mi
persona sin percatarse, al parecer, de que existo, y en otros momentos llegué a
pensar que, algo así como en El traje del
Emperador, yo creía que llevaba unos jeans
y una camiseta de Los Simpson, pero
en realidad había olvidado vestirme en absoluto, a juzgar por las miradas de
varios señores ya entrados en años y de no muy buenos bigotes.
En
fin, dejando de lado mis delirios de invisibilidad, ya en la acera de la
primera cuadra, junto con los abuelos lascivos, hay un mar de personajes que se
dieron cita para comprar chácharas en el tianguis (mercadillo) que se pone todos
los domingos en esta zona, entre ellos una señora que va blandiendo un bebé
como si fuera su escudo, alguien que abanica un anafre ardiente, para que su
humareda se entremezcle con la contaminación del transporte público, un
ranchero que decidió quedarse parado en mitad de la calle en jarras, mujeres y
hombres con las cejas depiladas, y una parejita que se besa apasionadamente
contra la pared, y que ocupan la mitad de la banqueta, por lo cual hay que ladear
el hombro para pasar por el tramo de treinta centímetros que dejaron, y
esquivar el piecito del novio, que se levanta románticamente por los aires de
vez en cuando. Esos son algunos de los
obstáculos humanos que hay que sortear, pero en la siguiente cuadra también hay
varios vasos de plástico que solían contener fruta con chile, bolsas de basura
y hasta una botella de cerveza, si no es que los propios comensales sentados en
el suelo y los quicios, todo lo anterior bonitamente ambientado con un popurrí
de Jenni Rivera y otro de Lady Gaga sonando en conjunto a todo volumen una y
otra vez, precedidos por algún prólogo parecido a “Producciones Barba-Azul pre-pre-presentaaaa”, los claxon de los automovilistas
desesperados porque no avanzan más que dos centímetros por minuto y una voz
gutural que promete a gritos que sus productos son muy bara-bara. Me sorprende ver a una pequeña compañera que también se
abre paso con mucho trabajo entre los transeúntes. Al menos su angustiosa soledad
termina cuando se reúne con más de las suyas en fila india. Porque en nuestro
amado barrio hay una que otra cucaracha, hay que mencionarlo. Tuve el impulso
de saltar sobre ellas, porque en este punto es imposible no sentirse como Mario
Bros., sólo que no obtendría monedas y mejor ahí muere.
En
fin, prosigo. En las siguientes calles, la situación empeora gradualmente (es
como subir de nivel). Se aproxima un ejército de familias con bultos, que adultos
y niños cargan sin distinción. Vinieron al mercado a surtirse para toda la
semana, y ahora regresan a sus lejanas rancherías. En Morelos Sur sí hay
semáforo para cruzar, y es como un respiro preparatorio, porque a partir de
este momento podría decirse que comienza el verdadero combate. La calle se hace
muy angosta porque a los dueños de las tiendas de abarrotes y artículos de
cocina les pareció una excelente estrategia de marketing exhibir sus existencias sobre la acera, y es necesario
bajarse al sangriento ruedo donde se fragua la lucha sin tregua para darse paso
entre la multitud. Por fin logré librarme de los empujones, cachetadas y amenazas
de robo de cartera, y en mi ingenuidad me dije que ya casi llegaba al mercado,
pero no contaba con la base de camiones urbanos y foráneos que allí opera, por lo
cual me vi obligada a pararme en seco y esperar hasta que los pasajeros se
disiparan. Todos están desesperados por ganarse un buen asiento. Las mujeres balancean
precariamente a sus niños llorones y los envoltorios más bromosos y pesados
para entrar al vehículo, que se parece más a una lata pisoteada gigante. Entretanto,
sus maridos ponen su peor cara, mientras cargan la bolsa más pequeña, porque su
vieja ya se tardó en subir. Por fin, se marchó ese camión, con el riesgo de
desarmarse al primer enfrenón, y sigo mi camino, hasta que el torso flotante de
un maniquí se estampa en mi cara.
Hemos llegado
al mercado, donde varios ambulantes se apostaron en toda la acera, con la
delicadeza de dejar libre medio metro, por donde tenemos que acceder y salir todos.
Adentro, todavía me esperaban un enjambre de abejas peleándose una piña, imposible
de esquivar, y varias piñatas colgando de los puestos, con sus afilados picos justo
a la altura de los ojos. Al fin obtuve mis plátanos, guayabas y fresas… y ahora
debo regresar exactamente por donde mismo, detrás de un vagabundo que huele a
pipí y no tiene ninguna prisa.
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