Los caprichos de Tezcatlipoca.
Sonó la trompeta de caracol tan
temprano como siempre, mientras un hombre se escurría entre los árboles con torpeza,
junto con los primeros rayos de luz. Los comerciantes empezaban a poner sus
tendidos de ropa, comida y alhajas, por lo que el individuo, a la vez que se
sobaba el espinazo, se internó un poco más entre las matas para que no lo
reconocieran en el mercado. No había tiempo que perder. Por suerte sabía un
atajo a partir de allí que lo llevaría rápido hasta la casa de Atzin.
Atzin estaba muy bien vestido, en
espera de los candidatos para formar su nuevo equipo de trabajo. Supuso que el visitante
recién llegado sería uno de ellos, pero para su sorpresa se trataba de un viejo
amigo que él no esperaba volver a ver.
—¡Gordo Opo! ¡Creí que habías
fallecido, querido hermano!
Muchos meses atrás, durante el
encuentro violento, los comerciantes mayas hirieron a Opo, pero se hizo el
muerto y logró salvarse. En cuanto a los demás, ellos desgraciadamente sí
habían perdido la vida. Pero Opo no estaba allí para actualizar la información
y echarse la tortillita con chile que le ofrecían, a pesar de lo mucho que se
le antojaba, sino que tenía que prevenir a Atzin cuanto antes de que un grupo
de Caballeros Águila venía a capturarlo y matarlo por órdenes del tlatoani, y ya
era bastante fortuna que no hubiesen llegado todavía. Apenas dijo eso y se
desplomó jadeante.
En Ekab, Opo el gordo -que ahora
era Opo el flaco porque comió pura fruta en ese tiempo- anduvo errante, hasta
que se declaró la guerra y pudo vislumbrar una oportunidad para reencontrarse
con los suyos y volver a casa. Buscó el campamento del ejército, donde lo
recibieron afectuosamente. Cuando lo llevaban frente al tlatoani, para mostrarle
con gusto que uno de los Tlacuaches estaba
sano y salvo, Opo escuchó una conversación entre el señor y una anciana.
La anciana decía ser Amankaya, la
Dama de Blanco, y explicó que le había salvado la vida a uno de los suyos, por
lo que esperaba que su excelencia fuera benévolo y le permitiera negociar, en
lugar de recurrir a las armas. El tlatoani se enteró de esta forma de que Atzin
no le había dicho la verdad y se enfureció al grado de exigir que le llevaran
su cabeza, además de que, aunque accedió a las súplicas de la halach y aceptó
levantar el estado de guerra a cambio de tributos, la tomó como prisionera
junto con una joven que la acompañaba. Opo se escabulló de inmediato para
emprender el largo viaje a Tenochtitlán y evitar la muerte de Atzin, con los ejecutores
de la voluntad del gobernante pisándole los talones.
Atzin consideró que su vida
estaba acabada de cualquier manera. Tendría que olvidarse de su exitosa
carrera, su casa, sus viejas costumbres, e incluso su ciudad. Decidió no
llevarse nada de ropa. Sólo atesoró junto a su corazón el broche de Meztli,
como hasta entonces, y planeó partir con Opo lejos de allí.
Pero le preocupaba algo, mucho
más que salvar esa existencia ya rota. Quería liberar antes a la halach de su
cautiverio, incluso si implicaba canjear su propia vida por ello, y lo haría
con o sin ayuda de Opo, que se mostró renuente, temeroso con fundamento, pues
sería obvio para todos que él advirtió a Atzin, lo cual representaba un
desacato que le costaría el pellejo. Le parecía estúpido que después de tanto
que luchó para ayudarlo a huir, terminaran lanzándose en brazos de la muerte. Pero
Atzin ya lo había decidido, y Opo sintió, junto con mucho enojo, que debía auxiliarlo
en su empresa temeraria, porque además tenía varias deudas de honor con él.
Prepararon un paquete clásico de viaje a la mayor velocidad posible, sin dejar
de vigilar que no se aproximaran los militares. Apenas se habían cargado la
misma cantidad de comida e instrumentos de supervivencia que usaban para los
viajes de trabajo en busca de quetzales, cuando escucharon a lo lejos los pasos
amenazadores de los Caballeros Águila. Atzin y Opo corrieron hasta la orilla
del lago y, cubriendo sus rostros con sus mantos, navegaron en una vieja canoa
hasta la zona aledaña al palacio del tlatoani.
Atzin le pidió a Opo que esperara
en la canoa mientras él iba por Amankaya, y luego le hizo jurar que si para el
atardecer no regresaba, se iría sin dudarlo. Se dieron un fuerte abrazo, que muy
posiblemente sería el último, y Atzin siguió adelante con valentía.
Atzin conocía bien el
palacio, porque lo invitaban a todas las fiestas, e incluso había dormido allí.
En alguna ocasión, en un afán por presumir la magnificencia de su morada, el tlatoani
le mostró todo el edificio. La memoria eidética de Atzin guardaba los vericuetos
que llevaban a los calabozos casi como un mapa, y logró recordar que le pareció
una grave falla que en una esquina hubiera una ventana por donde, pensaba, cualquier
prisionero podía salirse. El problema era que, de usar esta salida, tendría que
ser muy rápido porque estaba lleno de guardias… Hacía cálculos sobre como
entrar y salir de allí, cuando un grupo de soldados furiosos corrió hacia él
blandiendo sus macanas de obsidiana, arcos y lanza dardos. Atzin cerró los
ojos, seguro de que eran sus últimos momentos, pero los guerreros lo pasaron de
largo. A continuación, escuchó gritos y un gran estruendo. Vio flechas volar
por los aires, y comprendió que se fraguaba una lucha. Una vez que se acercó lo suficiente,
agazapado junto a una escalinata, reconoció que el ejército enemigo eran los
mayas. Seguro venían reclamando a Amankaya.
Yareth, un Caballero Jaguar y excompañero
del Telpochcalli, en medio de aquel caos, cayó al piso cerca de la escalinata y
reconoció a Atzin. No tenía intención de delatarlo, por el contrario, le recomendó
que aprovechara la situación para desaparecerse. En lugar de eso, Atzin le
pidió que lo ayudara a colarse al palacio.
Mientras tanto, Opo veía con
sorpresa como varias personas se subían desesperadas a las canoas. Una familia
se encaramó en la de él y el padre comenzó a remar. Cuando Opo intentó
impedírselo, el hombre, alterado, le dio un codazo en la cara y lo tiró al
lago. Opo apenas alcanzó a sacar los bultos que habían empacado con Atzin. Los
escondió detrás de un altar en una cueva y preguntó qué pasaba a una señora que
se apresuraba a cruzar el puente. Al saberlo, se decidió a ir al encuentro de
su amigo armado con el lanza-dardos.
Yareth cubrió a Atzin para que se
confundiera entre los combatientes y lo abandonó en cuanto éste se encontró
cerca de una entrada. Atzin se escabulló en el jardín más frondoso del palacio,
donde reinaba una inquietante calma. Resultó que tuvo que descartar su
sofisticado plan de los calabozos, porque Amankaya y la joven Chacnicte estaban
cómodamente alojadas en un aposento. Apenas deliberaba el consejo sobre qué
iban a hacer con su ilustre prisionera, cuando los mayas atacaron por sorpresa,
así que la buena noticia era que no alcanzaron a ocultarlas, ni había la
vigilancia de siempre.
Atzin se reunió con Amankaya, que
estaba triste, pero inesperadamente lúcida. La familia de Chacnicte por fin
había avisado a los bataob a cambio de una recompensa. Atzin pensó que tal vez
la Dama de Blanco querría regresar con su familia, pero ésta, por el
contrario, no deseaba volver a su tierra por ningún motivo y accedió a escapar
con él. Tomaron telas de otra habitación para camuflarse, se pertrecharon con escudos
y macanas, y luego encontraron un acceso lateral, por donde salieron como si
nada. En realidad, el palacio estaba desierto. El problema era atravesarse en
medio de la sangrienta refriega, llevando consigo al personaje de la discordia,
que además ya no podía ni bajar un escalón sin apoyarse en alguien. Chacnicte
discurrió que ella y Atzin podían cargar a Amankaya de tal forma que pareciera
que llevaban un objeto envuelto, y así lo ejecutó, ordenándole a Atzin con
señas lo que debía hacer. Atzin comprendió al vuelo y también expresó con un
gesto que debían correr muy rápido. Le colgó a Chacnicte dos escudos como una
armadura, y blandió una macana. Sujetaron con fuerza a la halach, que pesaba
horrores, y corrieron esquivando los golpes y las flechas, sin poder evitar rozones y algunas heridas más fuertes.
En el camino los interceptó Opo, lo cual fue de gran ayuda porque les ayudó con
su carga. De repente, una flecha atravesó la pierna de Atzin, y lo derribó.
Ésta iba dirigida a él especialmente. Era del propio tlatoani, que entendía muy
bien lo que estaba pasando, y dejó de tocar su tambor de oro para atajar a
Atzin.
—¡Confiaba en ti, traidor!—gritó,
aproximándose dispuesto a matarlo.
De repente, un dardo se alojó en
la garganta del tlatoani. Los combatientes alrededor de la escena no se dieron
cuenta, mientras Opo, estremecido, tiró al piso el arma con que había asesinado
a su señor. Pero el tlatoani aún tenía un último impulso, y con éste flechó a
Opo en un hombro. Amankaya tuvo que caminar el último trayecto hasta que todos
se pusieron a salvo en la cueva donde
estaban los pertrechos, mientras Atzin arrastró como pudo a Opo.
Atzin y Chacnicte consiguieron
una tabla grande, pues ya no había canoas, y allí montaron a Amankaya y Opo,
mientras ellos empujaban a nado la embarcación improvisada. Tras de ellos
dejaban la estela roja de su sangre.
Una vez en tierra, decidieron ir
hacia el norte. Con trabajos, recorrieron un buen tramo, pero Opo estaba cada
vez peor. Se detuvieron e hicieron un fuego. Allí, los tres intentaron curarle
su herida infecta. Con la frente perlada, Opo comenzó a delirar.
—¡Puedo ver tu espejo humeante!
Extendió el brazo con una sonrisa
aterradora, y expiró.
Atzin, Amankaya y Chacnicte
siguieron su dificultoso camino, hasta que se toparon con una pequeña aldea. Allí
un chamán atendió a Amankaya, que se encontraba débil.
Ya con sus heridas menos
punzantes y un buen atole en la mano, la esperanza parecía resurgir de las
tinieblas.
Dejaron esa aldea, que estaba
todavía peligrosamente cerca de Tenochtitlán y siguieron su camino durante
largos días, hasta que encontraron otra población pequeña y pacífica en la
playa, cerca de Xametla. Allí los recibieron con una indiferencia que les
permitió asentarse en una choza humilde que construyeron con sus propias manos,
sin que los cuestionaran. La salud de Amankaya seguía menguando, pero Atzin y
Chacnicte la cuidaban como a una madre.
Los tres se dedicaron a
solucionar el problema del idioma, y estudiaron con ahínco la lengua local, así
como el maya y el náhuatl. En pocos meses, ya llevaban una vida sencilla, pero feliz,
como una verdadera familia.
Una noche, Amankaya les relató
con dolor que sus propios hijos la habían traicionado y por eso se evadió en la
locura y se internó por su propia voluntad en la selva, y también era el motivo
por el que había preferido no volver a donde lo único que
amaban era el poder, y no a su anciana matriarca. Chacnicte, por su lado, se lamentó
porque estaba a punto de casarse y de repente todo se le derrumbó y ya no iba a
volver a ver a sus hermanas y a su prometido. En vista de que era la hora de
las confesiones, Atzin reconoció que lo que le impedía superar la muerte de su
esposa era la culpa por no haber podido llorarle, como tampoco derramó una sola
lágrima por sus demás seres amados. La última vez que había chillado, en su
tierna infancia, su madre lo abofeteó y le pinchó las manos con una penca de
maguey, mientras le repetía que tenía que ser el más fuerte, para suplir la
debilidad de su padre, y que les dejara los gemidos a las plañideras. Después
de eso, sus ojos quedaron tan secos como una roca en el desierto.
Pero, con el tiempo, Atzin y
Chacnicte se curaron las heridas del alma mutuamente, y más aclimatados a su
nueva sociedad, resolvieron casarse, con la alegre bendición de Amankaya. En
vísperas de la boda, la pareja se dedicó a preparar la ceremonia y las viandas
que ofrecerían para celebrar su unión.
Esa misma tarde, Atzin llevó de
la mano a Chacnicte hasta la orilla del mar, y allí lanzó el broche de Meztli a
las olas, como símbolo de que ahora viviría sólo para su nueva esposa, sin
mirar atrás. Cuando regresaron a casa, Amankaya estaba sentada en su petate, recargada
en la pared, con los ojos cerrados y una expresión plácida. Como solía
entregarse a la meditación a menudo, y, sin abandonar su carácter de monarca,
se molestaba si la interrumpían, procuraron no hacer ruido. Sin embargo, tardaba
demasiado en despertar y estaba cada vez más pálida. Chacnicte se le acercó y
la llamó suavemente. Supo de inmediato que la Dama de Blanco ya no iba a abrir
los ojos nunca. Volteó compungida a ver a Atzin, y se asombró al ver el rostro
de su amor empapado en un incontenible llanto.
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